lunes, 12 de noviembre de 2012

Para los indecisos y curiosos, aquí os dejo un avance de Volveremos a Ser Valientes. ¡¡A disfrutarlo!!

Para ser más exactos, desde que la puerta batió sobre sus goznes contra las blancas jambas del pasillo lateral, quedaban sólo tres minutos y diecisiete segundos para que todo mi mundo comenzara a irse a la mierda. Y para saber que mi vida iba a empezar una extraña partida, porque alguien la había puesto en juego. Sí, sólo tres minutos para que comenzaran a sacudirse hasta los más íntimos cimientos de todo lo que conocía. (…) Mis pasos, algo patizambos a esas alturas de la película, me llevaron por el pasillo desierto que salía de la puerta trasera de la cafetería. Aún no sabía a dónde podía ir. Simplemente necesitaba una madriguera para rumiar un poquito. El aire con olor a asepsia mezclada con café y el silencio sepulcral, amortiguado con los lejanos ronroneos de unos metros más atrás, me transportaban a un mundo irreal. Me dejé llevar por la fantasía de un mundo aparte. Dos minutos y cincuenta segundos. Los azulejos blancos reflejaban los fluorescentes del pasillo. Doblé una esquina. Vacío. Nadie a la vista. Era de esperar. Era uno de esos corredores secundarios por los que no suele pasar ni Blas. Me quedé allí plantado. El sonido de mi propia respiración me sedaba. Sin embargo había algo que comenzaba a desentonar. Dos minutos y treinta segundos. Algo… un detalle que no alcanzaba a comprender. De hecho, era tan sutil que apenas alcanzaba a percibirlo. Pero estaba ahí. Algo… Dos minutos y quince segundos. Como un eco lejano, semejante a la ínfima vibración de una cuerda de violín al ser tensada… La ligera alerta del instinto que trata de hacerse oír por encima de la consciencia. Traté de tomar aire, pero a mi alrededor, éste se había convertido en una masa gelatinosa. Entonces volvió el sonido. Unos metros más allá, doblando el recodo por el que había venido, oí batir las puertas de la cafetería. Mi cuerpo se movió automáticamente. Antes de saber bien qué estaba haciendo, me encontré oculto tras la puerta de uno de los almacenes laterales del corredor, como si alguien hubiese tirado de la mano a un niño pequeño y lo hubiese encerrado en su cuarto. Sólo que ese niño pequeño era yo. Y no había nadie para tirar de mí. Nadie, excepto la persona que había franqueado la puerta de la cafetería, al otro lado del pasillo. Un minuto y cincuenta segundos. Hay algo poderoso en el instinto, desde luego. El mío se había despertado antes de escuchar aquel ruido de goznes batiéndose. ¿Por qué? ¡A saber! No suele pasarme, la verdad, pero en aquel momento estaba tan acojonado que, a pesar de no saber el motivo, lo escuché como un corderito obediente. Y al fin y al cabo, ¿qué había oído? Nada. Una puerta. Entonces, ¿a qué venía todo aquello? Como digo, el instinto supera bastante a la parte plenamente consciente de nuestro cerebro, cosa que en algunos casos no tiene gran mérito. Quizá la simple cadencia de un sonido puramente cotidiano despierta nuestro recelo, el ritmo de unas pisadas, un olor casi imperceptible o los miles de mensajes subliminales que capta nuestra parte animal para ponernos en guardia. No lo sé. Algo. Algo… Un minuto y treinta segundos. Algo que se fue concretando en unos pasos. Pasos lentos. No el caminar casual de alguien despistado o en busca de un minuto de intimidad. El desgarbo de lo inofensivo. No. Aquellos pasos batían el suelo de linóleo con la certeza de quien sabe dónde está, de quien sabe qué busca. Porque eso hacía. Buscar. Un minuto y quince segundos. Las suelas chirriaron suavemente al doblar la esquina. Los talones continuaban lentamente su recorrido. Había un ligero toque marcial en esos pasos. No es que fuera de extrañar, claro. Al fin y al cabo, aquello era un hospital militar. Pero cuando la adrenalina burbujea por torrentes en todo tu cuerpo, las notas mentales se disparan. Cincuenta segundos. Los pasos se detuvieron. El último había sonado a escasos centímetros de donde me encontraba. Con un temblor de lo más indigno, me forcé a bajar la vista. La certidumbre no siempre es mejor que la duda. Ahí estaba. Una sombra se proyectaba en la estrecha rendija de luz que se filtraba bajo la puerta. Treinta. Podía escuchar la respiración al otro lado de la fina puerta de metal blanco. Una respiración pesada, lenta… Veinte. Crujido de tela. Respiración agitada por el esfuerzo. Un leve sonido metálico. Más crujido de ropa. Dos inspiraciones lentas de nuevo. Diez. Se escucharon otra vez los pasos. Ésta vez se alejaban, con la misma seguridad, pero ahora a un ritmo más vivo. Cinco. Batir de goznes al otro lado del pasillo. Imprudentemente, y sin saber muy bien por qué, abrí la puerta del pasillo, de nuevo en silencio. No necesitaba esperar. Sabía que aquella persona ya se había marchado tras hacer lo que demonios fuera. Y entonces lo vi. ¡Tiempo! Una bala reposaba justo frete a mí en el suelo, con la punta hacia arriba. Era la primera advertencia. ¿Pero de qué?